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Una realidad inducida

 Cuando llegué a casa una fuerza pequeña y escurridiza se movía en mi interior, sacudiéndome. Hacía que mis extremidades temblaran y que una impaciencia me apretase el corazón. La imaginaba como una bola de metal circulando por mis venas, que revolvía mis entrañas y que quedaba oculta bajo mi fina piel. Me sentía enajenada de mí misma, como si me hubiera convertido en un cervatillo recién nacido que tropieza con sus torpes patas al intentar andar. No podía expresar con palabras mi estado de aturdimiento, mi lengua parecía haberme tendido una emboscada y solo conseguía articular una serie de quejidos desacompasados. Sin embargo, avancé vacilante por el pasillo y me preparé una gran cena mientras charlaba con mi hermana. A sus ojos todo parecía ir normal, pues no noté sobresalto ni extrañeza en ellos. Eso me hacía sentirme más desorientada, más incomprendida, como si no estuviésemos observando el mundo desde el mismo sistema de referencia. Parecía que mi hermana estuviera en la inmóvil s

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